La ciudad se sumió de repente en la tristeza. Daba jindama salir por las calles hasta a plena luz del día, cuando la Sevilla de marzo parecía de agosto pero sin chicharra. Hemos vivido el peor año de nuestra vida como urbe desde la Guerra Civil. No se recuerda tanta melancolía colectiva y tan continua. Sevilla fue en sus mejores meses una ciudad solitaria donde se vivía en el interior, se sufría en el interior, se bebía en el interior y, en definitiva, se practicaba por fuerza más que nunca el exilio interior. Había que escaparse de la realidad sin salir de casa, ironía del destino. Nos fueron cerradas las iglesias, desmontada apresuradamente la portada de Feria y sellados los bares. Los niños se acostumbraron antes que nosotros a los corsés y las limitaciones. Nos despertamos muchas mañanas, muchísimas, con la cifra de casi mil muertos a diario, como un mazazo en nuestra conciencia. ¿Qué hemos hecho tan mal para recibir tanto castigo?.

La visita a un supermercado se convertía en un juego de miradas entre los escasos clientes y la cajera. La cola para entrar debía ser parecida a la que formaron nuestros abuelos o padres para obtener viandas con la cartilla de racionamiento. Aprendimos a usar nuevos términos como la distancia social, los aerosoles, el gel hidroalcohólico y la resiliencia. De pronto se nos pidió disciplina tras años de pisotear el concepto.



Subirse en un autobús era dar un viaje por grandes avenidas despobladas. El presidente del Gobierno nos dejaba pasear al perro y nos instaba a lavarnos las manos. El Papa se mojó a los pies de un crucificado para pedir por la salvación del mundo. Nuestro arzobispo Asenjo pidió comprensión por la falta de templos abiertos. Aprendimos a vernos por la televisión, a celebrar reuniones familiares por una pantalla, a trabajar desde casa, a acostumbrarnos, al fin, a buscar la calidez en el frío de los monitores. Hasta celebramos el comienzo de la Feria desde casa, convertidos los hogares en casetas con farolillos y las cocinas en trastiendas sin borrachos dando la brasa.

Primero combatimos la situación con humor, esa guasa que es marca oficial de la ciudad, lubricante de nuestra existencia, pero pronto llegó el abatimiento. Del rosa al amarillo, del chiste a la tristeza. Aprendimos a lavarnos las manos con liturgia de cirujanos. Sevilla, como tantas capitales, parecía una urbe a punto de sufrir un bombardeo con todos sus habitantes a resguardo tras sonar la sirena, pero solo sonaban las campanas de la Giralda y de los monasterios con una cadencia melancólica. La Catedral fue más que nunca esa montaña hueca. Vimos los ataúdes de los muertos perfectamente ordenados en el palacio del hielo en Madrid, mientras en el Sur no nos iba mal del todo, cosa de la que aún no sabemos la razón. Tal era la soledad de las calles que los pavos del Alcázar salieron a pasear por Santa Cruz a falta de turistas, y los patos del Guadalquivir se pegaron su garbeo por Los Remedios y la Puerta de Jerez.

Las ruedas de prensa de los políticos se convirtieron en actos de obligada atención, como los discursos del monarca el día 24 de diciembre. La pandemia fue un toro resabiado que nos enganchó por donde más nos duele como ciudad: la primavera. Sufrimos entonces y seguimos sufriendo ahora la hemorragia económica de una ciudad sin fiestas mayores, tan importantes para la emoción como para el PIB. La luz y los días más largos han llegado con toda la crueldad. Están el escenario y el ambiente, el gozo listo y los naranjos en flor, pero nos falta todo porque la ciencia es lenta y necesariamente parsimoniosa. Aprendimos de pronto que no tenemos derecho a todo, que la inmediatez es un lujo que dimos por hecho, que no podemos permitirnos todo, que España fue un país que recibió 84 millones de turistas en 2019 y quizás, tal vez, a lo mejor, era el reflejo de un mundo con excesos que –já– se paró de pronto como nunca antes habíamos presenciado.

La sociedad del bienestar tuvo que echar el freno de mano. Detenerse con brusquedad y encerrarse. Sevilla se quedó literalmente para los sevillanos. Los primeros días que nos dejaron salir por franjas horarias, la ciudad tenía el encanto de un pueblo donde muchos se conocen y se miran porque la sola presencia de un ser humano era una novedad. Aprendimos que somos vulnerables, pero no queremos saberlo. Es mejor vivir como si no existiera la pandemia. Basta un paseo por la ciudad para comprobar que no hemos cambiado ni con mil muertos al día.

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