Se murió Juan Robles con los 86 años cumplidos. Falleció en su casa, a la vera de la Catedral tras amanecer dispuesto al trabajo como cada día, como cada Domingo de Pasión. Se fue entre os suyos, sin molestar ni hacer ruido. Deja mujer, Francisco Cruzado, e hijos, Pedro y Laura. Deja seis nietos: Jesús, Pedro, Laura, Juan e Inmaculada. Y, cómo no, deja una marca hostelera que trasciende a Sevilla y Andalucía. Juan Robles (Sevilla, 1935) no ha hecho otra en su vida más que trabajar y vivir en familia. Y bastaba estar unas horas en su negocio o tener el gusto de tratarlo mínimamente para comprobar ambas afirmaciones. De la taberna de Casa Robles al Grupo Robles, de atender a las familias de toda la vida a servir a los Reyes de España en su casa o en el Real Alcázar, de expandir el negocio en el Aljarafe a crear una firma que llevara sus productos a los congresos, acontecimientos internacionales, Fibes o aviones particulares. Robles se ganó el prestigio de servir en monumentos, casas solariegas, en el aeropuerto, en los antepalcos de los clubes. Robles es una referencia hostelera en toda España.

Don Juan ha estado hasta el último día pendiente personalmente de los negocios: del matriz que está junto a la Catedral hasta el que abrió en el local del antiguo Laredo, que gracias a su gestión salvó de que no cayera en manos de una franquicia.



Tal ha sido su empeño en trabajar desde joven que se le oía una frase: “Yo no he tenido juventud”. Fue presidente de la patronal hostelera, hermano de San Esteban, donde contaba con el número tres, y Santa Marta, y contaba con las mayores distinciones de la ciudad como reconocimiento a su trayectoria, como por ejemplo la Medalla de Oro de Sevilla.

Formado en las aulas de Los Escolapios, con 16 años se vio obligado a sacar pecho en una España donde el confort era un vocablo impronunciable, no había psicólogos, ni pedagogos, ni actividades extraescolares, ni los padres exigían la climatización en las aulas. Compartió clase y pupitres con dos Navarros: Navarro García, catedrático, y Navarro Palacios, abogado del Estado, pero a los 16 años el mozo Robles no se vio estudiando cursos superiores. Cuentan que su padre le dio dos alternativas: estudiar o fregar vasos en la pileta. Y se puso a lavar vasos y a trabajar detrás de la barra del bar Robles de la Puerta de la Carne, donde su padre, de Villalba del Alcor –donde tenía sus viñedos– había apostado por vender directamente sus caldos, despachados en botellas de medio litro.

En la Sevilla de entonces no se servía el vino por copas sino por medios litros. Allí se forjó el niño Juan en el oficio de tabernero. Después lo hizo en el segundo negocio: la taberna El Colmo, en la Puerta Osario, donde vio a los viejos costaleros profesionales darle al moyate y donde presenció las tertulias de célebres capataces. Y por último se hizo con la taberna de su padre en la calle Álvarez Quintero, un local muy chico a la vera de la Catedral que terminaría siendo la nave mayor de la flota imperial de la hostelería hispalense.

El joven Robles trabajó en sus primeros años subido en un tarugo: despacha los medios litros de vino, sirve altramuces y avellanas y se harta de fregar. Su juventud aconteció detrás de la barra en una taberna sin tapas de cocina, sin aplicaciones digitales, sin refrigeración, sin manteles de tela gorda, ni una contabilidad profesionalizada.

La obsesión de su padre era primar la presencia en el negocio. El ojo del tabernero engorda la cuenta en la barra. Hay que estar encima de los trabajos, pendientes de la lumbre. Sólo así se desarrolla la destreza, la sagacidad, la capacidad para saber al instante qué tipo de cliente entra por la puerta. Cuentan que Juan Robles era de los que seguían calculando mentalmente en monedas de 25 pesetas y pasaba las cantidades a euros. Las primeras tapas llegaron de la mano de su mujer: ensaladilla y caracoles. En aquellos años, el suelo de las tabernas era la papelera a la que se arrojaba todo: cigarros, pieles de altramuces, conchas de caracoles y, al final, serrín, mucho serrín para limpiar los desperdicios.

Testigo privilegiado del desarrollismo económico, vivió el éxodo de los vecinos del centro de toda la vida al emergente barrio de Los Remedios que ideó Gabriel Rojas cuando se dio cuenta de lo cerquita que estaba la Plaza de Cuba de la Puerta de Jerez. La hostelería de calidad de Sevilla se la repartían entre Becerra, El Burladero, Los Corales, Senra y poco más. La Raza quedaba para los visitantes de la Plaza de España y el José Luis de la Plaza de Cuba para esos primeros moradores de Los Remedios, pronto arrepentidos de haber dejado las casas señoriales del casco antiguo.

Don Juan iba a Villalba en vespa para visitar a su novia. Su primer coche fue un Seat Panda. Y también se apuntó a Santa Marta como buen tabernero. Siempre defendió que el tabernero debe estar siempre presente en el establecimiento. Sólo así se desarrolla la capacidad de observación que corrige defectos y evita conflictos. Con la madurez llegó a la presidencia de la patronal hostelera.

Robles se ha entendido a la perfección con los socialistas. Este Robles, que era un discreto pero ágil relaciones públicas, podría decir como el cardenal Amigo cuando le reprochaban sus fluidas relaciones con el PSOE de la Junta: “Es que no he conocido gobiernos de otros partidos, ¿con quién me voy a entender?”. Chaves entraba y salía con frecuencia de Robles, así como el presidente Rajoy con sus ministros. El pequeño local de los orígenes lo aumentó poco a poco a base de pagar al contado. Nunca ha sido amigo de pedir a los bancos, sino de ahorrar e invertir lo ahorrado, como tampoco lo ha sido de expandir el negocio hacia sitios como el Laredo, pero ahí ya han entrado en juego los planteamientos de las nuevas generaciones: sus hijos.

El negocio que nació ayudado por las reseñas de Garmendia terminó siendo la referencia para el público madrileño. Robles, al menos, mantuvo un porcentaje de clientes sevillanos, aunque la mayoría eran de fuera hasta antes de la pandemia. Quiso ser en su día el tabernero oficial del Sevilla y del Betis. Lopera declinó la oferta, pero el Sevilla de Roberto Alés aceptó el millón de pesetas en consumiciones a cambio de ser la marca hostelera del club. La apuesta salió redonda porque el logotipo de Robles pasó de los estadios de Segunda División a los de toda Europa. De la tiza en la oreja izquierda al ordenador.

De pagar a los proveedores en la barra a las transferencias y la hoja de excel. De los clientes de Peyré a los ministros. Del serrín al mármol. De los mostos de medio litro a los caldos de alta bodega. Impulsivo, constante, intenso, discreto y con su ración de genio bien despachada. Paseaba todos los días para cuidar su salud y para vigilar cómo marchaban los negocios. No le gustaba que un empleado descuidara el saludo a un cliente o que hubiera alguien sin ser atendido. Señor de corbata y chaqueta a diario, salvo en verano, cuando aliviaba la indumentaria con alguna guayabera bien planchada. Encajaba las críticas y hacía ver su desacuerdo con algún lamento muy medido. Poco más. Sabía quizás que el precio del éxito era generar cierta envidia. Robles era sevillano, aunque mucha gente lo daba como nacido en Villalba. La humildad siempre ha sido un tarugo desde donde se alcanzaba la pileta. La vida ha sido una barra. El cliente, una oportunidad. Y los nietos siempre fueron la ilusión. De las tres tabernas del padre al imperio del hijo. Los hombres que fundan un imperio no tienen juventud.

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